Como cada año, con la llegada del verano, empezaba el ritual del baño. En el pueblo hay un lugar especial, la huerta de San Antonio, paraje maravilloso, un pequeño claro en medio de una chopera, en la orilla del río y rodeado de huertas con frutales. Era lugar de inicio de muchas cosas, la excusa era la natación, chicas y chicos se iniciaban, y también lo hacían en el contacto entre ellos; con los bañadores se descubrían las pieles sonrosadas de la pubertad, se formaban parejas, que, poco a poco, se perdían por las huertas. Había una a la que nunca se entraba: era la del señor Manuel, siempre estaba allí, con su mal carácter, regañando al que entraba, mirando siempre, controlando los movimientos de los chavales, no era mirón, como algunos en el pueblo pensaban.
Los melocotones eran dulces y jugosos.
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