
Los erizos antes, no eran como los de ahora. Tenían un pelaje suave y se dejaban acariciar con ternura. Por eso, cuando alguien encontraba uno se lo llevaba a su casa, lo metía en una jaulita preciosa y le daba de comer durante el resto de la vida del animalito. Sólo que, en tan amable situación, nadie pensaba en la reproducción de la especie y cada vez había menos. Por no se sabe qué mutación genética, uno de ellos nació como los que ahora conocemos. Y a la madre, la comadrona, el padre y cuantos fueron a visitar a la familia a partir de entonces, les produjo tanto miedo ver el aspecto intolerante del nuevo que a todos, todos, se les pusieron los pelos de punta para siempre.
Y resultó práctico a la hora de defenderse. Así que aquella mutación genética tal vez no fue una casualidad, porque permitió la supervivencia de la especia, sin cariños opresores.
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